4 may 2011

La lógica del corazón

La lógica del corazón
El libro La lógica del corazón del profesor Santiago Álvarez de Mon busca reflexionar a cerca de la necesidad de dar sentido a nuestras carreras profesionales –cada uno la suya, no conviene ni imponer ni extrapolar modelos– y en las dificultades –propias o externas– para llegar a encontrar ese camino que todo ser humano anhela, que tiene al alcance de la mano, pero que en pocas ocasiones consigue realizar.

Merece dedicarle tiempo y esfuerzo a esta cuestión y, sobre todo, ser sincero con uno mismo para no dejarnos llevar por la última moda del momento; por el contrario, su descuido y dejadez es un manantial constante de insatisfacciones: “El mundo del trabajo, donde nos dejamos porciones generosas de nuestro tiempo, no puede permanecer ajeno a esta llamada. O hacemos de la empresa una realidad más afable y cordial, o los intereses devengados hipotecaran nuestro futuro”.

Santiago aporta datos encima de la mesa en primera persona: “Sea una clase con un grupo de directivos, sea un grupo de trabajo más reducido –Comité de Dirección, equipo multidisciplinar…–, sea un mano a mano sorprendente y luminoso, son muchos los interlocutores a los que no les gusta el curso de su trabajo, a los que les desagrada íntimamente el derrotero de su proyecto vital”.

Parece que se cumple esa máxima que afirma que “el hombre no es feliz en el trabajo. Trabaja para ganar dinero y ser feliz en otras cosas”. Pocos son los privilegiados que han sabido dar sentido a su vida –muchas veces a contracorriente de las convicciones sociales, ¡qué gran mal éste!– y encontrar ese sitio en el que uno estaría dispuesto a hacer lo que hace sin atender especialmente a intereses crematísticos.

A lo largo de largo de 16 capítulos de La lógica del corazón, el autor transita por el camino que transcurre desde la infancia –el origen de todo– a la madurez con una serie de principios o paradigmas que constituyen el kit básico de supervivencia y donde el “corazón”, de ahí el título del libro, La lógica del corazón, es el motor que alimenta todos ellos: “El líder que marcha al frente, soñando, divisando y palpando campos más abiertos y sociales es el viejo y sufrido corazón humano. En su modestia e inteligencia pregunta y escucha a la razón, que en su sensibilidad y asombro responde sumisa. Enriquecido y completado con los avisos de la razón, ejercita una lógica sabia y resbaladiza para mentalidades excesivamente cartesianas”.

Cada uno de los paradigmas –prototipos o pautas intelectuales, emocionales o morales subyacentes que, de un modo u otro afectan a nuestro comportamiento habitual–, tiene su protagonismo en el libro y van recorriendo los distintos capítulos del libro con aportaciones personales interesantes de espectadores del mundo de la empresa, del deporte y de las artes, como Juan Arena (Presidente de Bankinter), Muhammad Yunus (Fundador y Director Gerente del Banco Grameen), Marko Rupnik (Director del Centro Alleti en Roma), o Ángel Mahler (Director de orquesta argentino).

Álvarez de Mon destaca en La lógica del corazón la importancia del talento innato, como gracia natural y aptitud diferencial, a la que hay que prestar atención porque ahí es donde probablemente uno esté en condiciones de dar lo mejor de sí mismo. Cuando esto sucede se puede acompañar el “deber” con el “placer” y no llevar la actividad laboral como una carga pesada. El profesor Álvarez de Mon recoge las palabras del músico Ángel Mahler: “El talento tiene que ver con el placer; y el verdadero placer es hacer lo que te gusta”. Se triunfa cuando uno disfruta con lo que hace, de lo que se desprende que el triunfo está al alcance de todos. También cita a Baltasar Gracián y El arte de la prudencia: “Cualquiera hubiera triunfado de haber descubierto su mejor cualidad”; y al pintor Van Gogh: “Me parece absurdo que los hombres quieran parecer otra cosa que lo que ellos son”.

A la luz de estas propuestas, este especialista precisa: “El liderazgo en el que creo tiene instinto para olfatear ese talento natural, colocarlo en el sitio donde pueda mostrar todo su arsenal, para luego, a base de tropiezos y triunfos, ir cultivándolo en el suelo fértil de la vida, la universidad por antonomasia”.

La automotivación o compromiso con la causa, es un requisito sine qua non de la carrera profesional, porque sólo si así ocurre, se puede aterrizar allí donde uno siempre imaginó. La motivación es aquello que empuja hacia a la meta y accede a rebasar los límites que los humanos nos hemos autoimpuesto; que permite salvar obstáculos insalvables; que regatea contratiempos y desafía imprevistos; aquello que hace frente a los golpes bajos; que es capaz de alumbrar nuevos caminos y descubrir alternativas con el objetivo de alcanzar ese fin añorado. Motivación es simplemente llegar a ser lo que uno quiera ser; en definitiva, la esencia de la excelencia, porque si no existe, uno es un okupa de la organización y se limita a cumplir con lo estrictamente estipulado.

La importancia del equipo más allá de personalismos insolidarios que buscan satisfacer un ego inflado, también tiene una trascendencia notable en el libro: “Bien seleccionado, entrenado y armado, es una realidad infinitamente superior al yo individualista y limitado”. Cada vez es menos posible brillar en solitario. Tal vez la cara visible del éxito sea una, pero detrás de cualquier logro admirable hay más gente que con su coreografía hace que las cosas sucedan.

Entre las propuestas recogidas en La lógica del corazón también se encuentra la necesidad de la soledad para reconocerse y encontrarse y no dejarse arrastrar de la masa: “Solo podré participar de la sociedad si gestiono mi soledad, sólo conseguiré ilusionar y entusiasmar a los demás si encuentro y manipulo los resortes más íntimos de mi motivación”.

En este punto podemos citar a Ralph Waldo Emerson, uno de los autores preferidos de Álvarez de Mon: “Los hombres muelen y muelen en el molino de un axioma y lo único que sale es lo que allí se puso. Pero en el momento mismo que abandonan la tradición por un pensamiento espontáneo, entonces la poesía, el ingenio, la esperanza, la virtud, la anécdota ilustrativa, todo se precipita en su ayuda”. También Carles Jung está en el centro de sus reflexiones: “Se le hurta cada vez más al individuo la decisión y conductas morales de su vida y a cambio se le administra, se le nutre, se le viste, se le forma como a una unidad social (…). Si las cosas andan mal, es porque los individuos andan mal, porque yo ando mal”.

Uno de los aspectos más destacados por el autor es la gestión del error –el paradigma de la falibilidad– como estrategia irrenunciable de crecimiento personal y superación. En los obstáculos aprendemos a conocernos mejor a nosotros mismos al tiempo que se estiran los límites de la condición humana para sacar toda esa potencialidad que llevamos dentro. Para este experto, el mayor “acierto”, paradójicamente, es sumar “errores”, porque la osadía y la gestión del fracaso convierten a los seres humanos en gente de provecho. Así lo manifiesta Álvarez de Mon: “La relación antagónica con el error es una de las asignaturas pendientes en la empresa de hoy. Los momentos fuertes de aprendizaje tienen mucho que ver con el error, que es una forma más de hacer las cosas, la equivocación que se asume en primera persona. En las empresas y en las escuelas hay demasiada presión por acertar. Errar y acertar son verbos inseparables, pero cuando hierres no colectivices el error, asúmelo con entereza y humildad y sigue adelante”.

Las personas más válidas en el largo plazo suelen ser habitualmente aquellas que acumulan más desengaños en su contabilidad personal. Se podría decir que una persona que no ha “fracasado” es una persona que no ha “madurado”. El valor pedagógico de los errores es insustituible; no sólo por las ventajas que traerá en forma de resultados con el tiempo, sino porque hacen al individuo más humano al comprobar la fragilidad de su ser y más consciente de sus límites. El dolor (soportable) forma; nos hace mejores personas. El éxito, por el contrario, nos vuelve más arrogantes, más insoportables, menos cercanos y más distantes con la realidad circundante. El glamour del éxito mal digerido destiñe la parte más humana de cada persona. El éxito profesional si no se ve compensado con una sólida formación humana vuelve al individuo más déspota. Cuando a uno le empiezan a ir las cosas demasiado bien durante mucho tiempo comienza a desescuchar, y cuando uno entra en esa espiral, acaba dándose de bruces con la realidad. El éxito alimenta la vanidad y nubla el juicio objetivo; por ello, una ración de humildad cada cierto tiempo no sienta mal a nadie.

Éxito y fracaso son las dos caras de la misma realidad, por ello, hay que tratar al éxito del mismo modo que al fracaso, con naturalidad. Dosificar la alegría de la victoria y ser condescendiente con la derrota. Ni fuegos artificiales que nos sitúen en una nube, ni lloros infantiles que nos hundan. El éxito es como la sal, si te quedas corto no sabe a nada; pero si te pasas, arruinas la comida. El “justo medio” es la virtud. Marco Rupnik, otro de los personajes seleccionados por Álvarez de Mon, lo expresa con las siguientes letras: “Dios no está en la cima de la perfección, ahí sólo está la soberbia”.

El fracaso no existe, es sólo una invención humana para hacer daño a los que se atreven a descubrir nuevos mundos, señalarles con el dedo con afán destructor y esconder sus propios miedos; tan sólo existen las lecciones de la experiencia; algo desconocido que necesitábamos aprender para posteriores desafíos certeros. Hay que reconciliarse y hacer las paces con el error. La clave del éxito, afirmaba un directivo, consiste en atreverse a hacer el ridículo. Esquivar situaciones incómodas y dolorosas es una solución pero se renuncia a crecer. Atreverse es sinónimo de evolución. Los ganadores se dan el permiso de equivocarse.

Álvarez de Mon proclama la “sabiduría de la inseguridad”, del cambio, del ambiente dinámico que empuja hacia delante y saca brillo a la persona frente al “conformismo” que aniquila los aspectos latentes del ser humano y le llevan a instalarse en la rutina, en lo familiar, en lo conocido. El talento se quita esa corteza áspera que le envuelve y aletarga y se expande con las dificultades y las incertidumbres. La comodidad de la cotidianidad tira de nosotros hacia lo menos traumático cayendo una y otra vez en una rutina adiestrada que nos dificulta desentendernos de ella. El confort, la estabilidad, la certidumbre y la previsibilidad empobrecen a la persona porque la aburguesan. Por el contrario, el crecimiento personal y profesional está fuertemente vinculado con entornos cambiantes, con situaciones nuevas y desafíos diferentes a los tradicionales.

También se presta atención a la necesidad de entender la paradójica condición humana, para de este modo objetivarla, y con ello, mejorarla. Sólo quien se preocupa por descubrir “quién es el hombre” puede ofrecer sendas válidas para un perfeccionamiento sensato.

Frente al paradigma del “conformismo quejica” aboga por el “optimismo alentador”; una actitud loable en un mundo donde, al parecer, existen múltiples tentaciones para renunciar a crecer y aceptar con resignación la realidad que nos ha tocado vivir cayendo en un pesimismo exultante, en un victimismo desgarrador que lo que busca es encontrar chivos expiatorios que absuelvan de toda disciplina, esfuerzo y responsabilidad.

El éxito consiste en vibrar con lo que uno hace. Trabajo y vacación pueden llegar a ser las dos caras del mismo metal cuando se encuentra el hueco en el que realizarse con plenitud. Cuando esto ocurre el negocio y el ocio se asocian hasta confundirse llegando a una relación íntima entre ambos en la que no se sabe muy bien donde comienza uno y empieza el otro, y viceversa.

La optimización del tiempo como defensor de la “calidad” sobre la “cantidad”, es explícitamente señalada como un valor destacable, en el que lo relevante no es trabajar más sino trabajar mejor, en aras de una mejora de nuestras vidas, sabiendo que hay vida después del trabajo, y que de no ser así, el hombre se va autodestruyendo poco a poco.

Para Álvarez de Mon, el arte de “dirigir” es entendido como el arte de “vivir” –“no me fío de un directivo que no sea buena persona”, dice Santiago–, lo que representa la supremacía del paradigma del “ser” sobre el del mero “estar”. No es posible adoptar actitudes camaleónicas de manera permanente. Antes o después, lo mejor y lo peor de cada persona sale a flote.

La búsqueda espiritual –algo que no nos es ajeno a nadie– es visto como forma de alcanzar la armonía más profunda y la colaboración más plena, símbolo de la abundancia de la comunidad humana. La persona espiritual suele tener un trasfondo más equilibrado que facilita el ejercicio del gobierno y la toma de decisiones ponderadas.

Por último, el “sé tú mismo”, es otro de los puntos que no pueden dejar pasarse por alto en esta obra. Muchas insatisfacciones proceden de la falta de autenticidad, del miedo a escribir la propia biografía personal. La necesidad de aprobación de los demás nos invade en multitud de ocasiones prescindiendo de lo que queremos ser. Álvarez de Mon lo resuelve de un plumazo: “Prefiero un error propio a un acierto ajeno”.

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